domingo, 6 de julio de 2014

 

EL SANTO GRIAL EN LA CATEDRAL DE VALENCIA


 
 

Ni los más iniciados saben cuándo
empieza el peregrino su jornada;
pero, a los gallos, nadie ignora ya
que ha partido. Recorta su silueta
contra el orto un umbral de lejanías
mientras lo cubre el fiel del horizonte
con una fina capa de alabastro
que termina por disolverlo. Todos
sobrentienden que no regresará
sino después de haber hallado el mundo
y la mirada. Si la sed arrecia,
beberá de la piedra. Si la noche
lo alcanza, velará. Si el cielo cruje
y se desangra como azul fundido
encima de él, desafiará la lluvia.
 

Nada detiene al peregrino. Lleva
al cinto una esperanza de vid
y cereal, y así cruza los años,
convencido de sí más todavía
que de la condición de su aventura.
Ignora que el camino es una hoguera
sin rescoldo, sin tiempo y sin memoria,
y se deja embriagar de paso en paso
por un orgullo estéril que lo agosta
lentamente, y que lentamente mata
su fervor primerizo. Con el tiempo,
los años le descubren un cansancio
que crece desprovisto de morada.
Ya no es fe, sino afán, lo que le empuja.
Cuantas veces alcanza el peregrino
una cumbre, le crece otra más lejos.
En cada manantial, al acercarse,
encuentra un espejismo. Cuando mira
detrás de sí, ve sólo un largo y árido
desgastarse sin rumbo ni occidente.
 

Hasta el día venal en que el infierno
acucia al peregrino, y éste,
derrotado, sin alma ni bagaje,
hastiado de su búsqueda imposible,
rompe a soñar la orilla del regreso.
Ya no le satisface el desafío.
Le atenaza la sed, y bebe. Llega
la noche, y cae rendido en la cuneta.
Llueve, y busca refugio en un abrigo
de roca. Enceguecido de fracaso,
no atina a comprender que lo que anhela
no existe más que a precio de derrota. 
 

(La búsqueda termina en un altar
de piedra. Allí, como un dolor, declina
un tramo de penumbra, tan angosto,
tan limpio, como carne virginal
que fuera a darse al día antes aún
de constatar su luz. El peregrino,
de hinojos, bebe de un tazón de ágata).

©Miguel Argaya