EL SANTO GRIAL EN LA CATEDRAL DE VALENCIA
Ni los más iniciados saben
cuándo
empieza el peregrino su
jornada;
pero, a los gallos, nadie
ignora ya
que ha partido. Recorta su
silueta
contra el orto un umbral
de lejanías
mientras lo cubre el fiel
del horizonte
con una fina capa de
alabastro
que termina por
disolverlo. Todos
sobrentienden que no
regresará
sino después de haber
hallado el mundo
y la mirada. Si la sed
arrecia,
beberá de la piedra. Si la
noche
lo alcanza, velará. Si el
cielo cruje
y se desangra como azul
fundido
encima de él, desafiará la
lluvia.
Nada detiene al peregrino.
Lleva
al cinto una esperanza de
vid
y cereal, y así cruza los
años,
convencido de sí más
todavía
que de la condición de su
aventura.
Ignora que el camino es una
hoguera
sin rescoldo, sin tiempo y
sin memoria,
y se deja embriagar de
paso en paso
por un orgullo estéril que
lo agosta
lentamente, y que
lentamente mata
su fervor primerizo. Con
el tiempo,
los años le descubren un
cansancio
que crece desprovisto de
morada.
Ya no es fe, sino afán, lo
que le empuja.
Cuantas veces alcanza el
peregrino
una cumbre, le crece otra
más lejos.
En cada manantial, al
acercarse,
encuentra un espejismo.
Cuando mira
detrás de sí, ve sólo un
largo y árido
desgastarse sin rumbo ni
occidente.
Hasta el día venal en que
el infierno
acucia al peregrino, y
éste,
derrotado, sin alma ni
bagaje,
hastiado de su búsqueda
imposible,
rompe a soñar la orilla
del regreso.
Ya no le satisface el
desafío.
Le atenaza la sed, y bebe.
Llega
la noche, y cae rendido en
la cuneta.
Llueve, y busca refugio en
un abrigo
de roca. Enceguecido de
fracaso,
no atina a comprender que
lo que anhela
no existe más que a precio
de derrota.
(La búsqueda termina en un
altar
de piedra. Allí, como un
dolor, declina
un tramo de penumbra, tan
angosto,
tan limpio, como carne
virginal
que fuera a darse al día
antes aún
de constatar su luz. El
peregrino,
de hinojos, bebe de un tazón de ágata).
©Miguel Argaya
©Miguel Argaya