martes, 8 de marzo de 2011

                                      I
Yo he visto un tiempo extraño en el recuento
de cada madrugada. Puedo hablar
de que el día se nace con albadas
de misterio porque he visto su nombre
cuando se me ha forzado el apellido.
Lo he visto reflejarse en mi mentira
siempre que me ha insistido la ceguera
al pie del desengaño, pero también he visto
su luz indefinible. Poco importa, por eso,
la inconsistencia burda del espejismo. ¿Acaso,
en su morir de tenues cercanías, no cuaja
una presencia real, adscrita al horizonte?



                                     II
Yo he rozado el crecer de los amaneceres,
y sé que tiene restos orgullosos de barro
y soledad. Con la delectación de un ciego,
he palpado la superficie áspera
que decide su afán y su cautela,
y he comprobado el tacto de sus llagas,
tacto de sed que dice poseer
la certeza inmediata de los siglos.
Pero, en su imprecisión, mis dedos han hollado
también su solidez; igual que el tibio y leve beso
de la luz, cuando el día se recoge, demuestra
la certeza del sol ardiendo en su distancia.



                                     III
Yo he podido percibir, en su vértigo, el ritmo
menguante de los días. ¡Cuántas veces
he escuchado, infinitas, sus razones
en el tímpano sórdido del miedo
y de la angustia, el ruido desbocado
de oscuras torrenteras, o el rumor de la lluvia
golpeando la vida con su anhelo insistente!
Aunque también la tímida presencia del silencio
entre un sonido y otro, entre una y otra piedra.
Aquella voz exacta y maternal que decide
la cadencia del eco, dispuesta a eternizarse
por más que se lo impida la montaña.



                                     IV
Yo he probado ese amargo territorio de siglos
de que hablan los escombros y la muerte
cuando recorro su hambre despiadada
con mi lengua. A menudo, demasiado a menudo,
he percibido el ácido hondón de su sabor
leñoso, su intención decidida y explícita
de eludir, al final, el desengaño;
y, aun con tal acritud, no he dejado jamás
de hallar en él también una impaciencia nueva.
Como el regusto -extrañamente dulce
y fugaz a la vez- de la sangre pronuncia
la prístina certeza de la vida.



                                     V
Yo he conocido el envolvente aroma
del fuego y el delirio, y me he dejado amar,
y poseer a veces -como tantos-,
por su intención oscura. Inconfundible
ese rastro de olor a sal quemada
y a sótano si triunfa la rutina
sobre la noche célibe; ese olor injurioso
que cuajan la distancia y el olvido,
el miedo y la desidia. Y, sin embargo,
desde su misma angustia, me parece
sentir también la fresca redención de su anuncio.   
¿O no puedes oler el mar en la distancia?

(De Pregón de trascendencias, 2001)

©Miguel Argaya

CINCO DÍAS EN EL POZO

Vuelve el viajero tras cinco días en el pozo. Regresa exhausto, pero también renovado. Sabe que durante esos cinco días, durante esas cinco vidas, el Omarambo fue el Erebo. Y sabe que ha sobrevivido. Mira el bagaje que le queda, escaso, casi inexistente, y se sonríe. Algo ha ganado: acaso la póxima vez sea su caída menos grávida y profunda.