viernes, 4 de marzo de 2011

A MI MADRE, QUE DICE HABER PERDIDO EL PASADO (22 de julio de 1995)

Me desperté a las seis, sobresaltado,
herido por la ciega caliza de las horas.
Como el silencio si le roza el sueño
tiene a veces aquel reflejo grave
y denso de la sangre contenida, supuse
que era así como habría de alzarse la mañana;
pero luego, el teléfono: tu voz,
tu soledad, diciendo haber perdido
con su mudez antigua las últimas glorietas
del pasado. Que acaso con su muerte,
incierta ya la sangre que te urgía a la espalda,
se disipaba en dudas,
todo ese pan de  niebla y de cármenes grises
con que la vida avisa de sus imprecisiones.
Que uno se aferra al tiempo por el asa más débil
y luego se da cuenta de que el tiempo no espera;
de que, con su impaciencia, nos sobrepasa siempre.

No supe qué decirte; creí por un instante,
no poder compartir contigo esa voraz
desolación de ausencias que te infernaba el alma.
¿Cómo iba yo a entender tu orfandad y tu vértigo?
Luego hablé de los días, de su silencio añoso
cuando vienen urgentes; de que acaso
fuera verdad su insuficiencia estéril
en el rígido agosto de las horas.
Pero vino también, sigilente, el recuerdo:
algunas tardes viejas compartidas por ambos
como un rumor, que habían conseguido
dejar de ser pasado para hacerse palabra
en la memoria. Entonces, palpando con tibieza
la torpe concreción de su imposible,
reconocí su verdadera anchura:
esa emoción frutal que antecede al lenguaje.
Y así, voraz y grávida, terminó  por hacérsenos
a ti y a mí la misma soledad
en ese ingente hueco seminal de los siglos;
la soledad encinta, en fin, y recordando
que, en su mudez exacta y en su estricto imposible,
esa mujer que hablaba del mar y de la noche
tras una inaprehensible gramática de olvidos
era de asombro y de silencio, y eso
la hacía estar detrás de todas las mañanas.

Incluso de ésta, que se había alzado
como un dulce escozor de muerte y de vigilia.

(De Pregón de trascendencias, 2001)

©Miguel Argaya

EL CENAGAL

Día cuatro. El mundo se revuelve en su cenagal de petróleo y sangre con miles de muertos como aliño. Hace unos pocos segundos, acaban de asesinar a una mujer cuando aún descansaba -feliz y confiada- en el vientre de su madre. Alguien, ahora, está vendiendo en almoneda su orgullo y su jornada. Un niño se hace viejo de golpe a manos de un adulto. Mientras la razón absoluta y la sinrazón se disputan los despojos de la razón razonable, el superhombre de Nietzsche, más allá del bien y del mal, rompe y desordena despreocupadamente los juguetes de todos.